Todos en algún momento hemos atravesado un gran dolor que ha movido nuestra vida en diferentes direcciones.
Hablo de ese dolor que no se puede explicar bien, que impide que duermas tranquilo, que trae pensamientos de ansiedad, que hace que las lágrimas caigan, que genera una presión en el pecho y que ha hecho que te preguntes constantemente ¿por qué yo? ¿Por qué a mí?
Ya que todos hemos pasado por eso, incluso algunos aún no lo superamos, empezamos a creernos maestros en los pasos que debemos dar durante el tiempo de dolor, y es por eso que cuando nos encontramos con gente igual de triste rápidamente creemos que nuestra “experiencia” en dolor nos acredita para aconsejar y guiar a alguien sufriendo, o incluso para criticar sus decisiones y pensamientos.
Yo que estuve en el lugar de Job, no quiero parecerme a sus amigos hablando sin amor.
En la lectura de las respuestas de Job y sus amigos pude sentir verdadera tristeza, si bien ellos contestaban desde su humanidad, poco o nada les faltó para empezar los juicios en contra de su amigo que sufría. Más de una vez le repitieron que el merecía todo el dolor que estaba viviendo y nunca intentaron ver desde su punto de vista lo que pasaba por su corazón y mente, siempre tuvieron una respuesta, y no la más amorosa.
“El pecado te tiene así”, “sufres por que no te arrepientes”, “¿por qué le pides a Dios una explicación?”
Cuántas veces hemos escuchado estas “consoladoras” frases, o peor aún sin darnos cuenta las hemos dicho.
Hoy quiero que pienses en ese momento de dolor y tristeza del que hablamos al inicio, recuerda cómo te sentías y entiendas que lo menos que necesitabas era que alguien te diga que te merecías ese dolor.
Cuando hables con alguien en sufrimiento hazlo como si hablaras contigo durante el tuyo propio.
El dolor ajeno es igual de importante que el tuyo, y que tu ya lo hayas superado no te hace un experto en dolor.
Date el tiempo de consolar escuchando, orando y abrazando. Cuándo el alma duele no necesitas de más jueces