Alguna vez escuché que un payaso, en su mayor tristeza, debe dibujarse la sonrisa y seguir con la función. Y aunque nosotros no estemos en un circo, o en una plaza de la ciudad, podemos reconocer si también llevamos con nosotros sonrisas maquilladas.
Es común asumir un rol de estar o mostrarse «siempre alegre», como si fuera una responsabilidad ser el tipo sonriente del grupo.
Yo fui esa persona. Las personas que me rodeaban siempre destacaban mi alegría, así que pensaba «mi valor radica en alegrar a otros» Era algo que disfrutaba, ser el payaso o el que siempre tiene una broma, el que es divertido. Hasta que a mis 20 años me encontré con algo que había escondido por años: también era una persona en quien la tristeza estaba presente.
Me costó mucho entender que la tristeza era parte de mi vida. Para mí era contradictorio que alguien alegre también tuviera tiempos de tristeza. Pensaba que era inestable en mis emociones. Fui muy duro para mí reconocer que lo único que soy es humano, y que en mi humanidad está permitido sentir el dolor, la frustración, el bajón de la vida.
Me tomó muchos años entender que la sonrisa no es obligatoria en la vida, que mostrarse siempre alegre puede ser una carga difícil de llevar, y sobretodo, sonreír todo el tiempo no es propio de nuestra humanidad, que alguien que siempre sonríe es alguien de quien debo sospechar.
Ahora ya no me maquillo sonrisas. Si estoy triste, lo muestro; si estoy feliz, lo muestro. Ser humano no implica siempre mostrarse alegre, sino ser transparente. Pero, antes de ser transparentes con otros, necesitamos mirar hacia adentro y ser honestos en lo que encontramos.