Hace un año y medio soñaba con recluirme en un monasterio en el Tíbet por unos cuantos meses, buscando escuchar su voz, tratando de encontrar paz de las tormentas que me habían golpeado duramente, anhelando estar sola para poder en medio de esas montañas llenas de silencio escuchar mejor y que esa soledad me permitiera oír su voz con más claridad.
Resulta que no necesitaba estar en el Tíbet para encontrar la quietud que buscaba desesperadamente, porque a pesar del caos que vivía el mundo, Dios me otorgó mi calma en medio de la tormenta que vivía el planeta por el Covid-19 y yo, finalmente encontré en las cuatro paredes que alguna vez me aprisionaron, las montañas y el susurro del viento que necesitaba para oír su voz con mayor tranquilidad.
Resulta que no son solo algunos los afortunados que escuchan su voz y comprendí que no necesitaba esconderme de todo para escucharle, porque mi espíritu fue diseñado para hacerlo, solo tenía que aprender a callar para oír mejor.
Vivimos tan a prisa, con tantas ansias de vivir que en ocasiones olvidamos que cuando queremos escuchar su voz no es necesario recluirnos y desaparecer del planeta intentando encontrar una conexión con él. Olvidamos que para escucharle simplemente debemos aprender a hacerlo y que podemos oír su voz en cualquier momento del día.
A veces pensamos que las respuestas estruendosas o una conversación mística con Él son más valiosas que el vivir conectados a Él.
En un mundo tan ajetreado como el nuestro perdemos la intencionalidad de escucharle porque vivimos escuchando voces que provienen de todas partes, amigos, familia, redes sociales, medios, sociedad, tantas voces que en ocasiones generan ruido innecesario y nos impiden escuchar la voz que en verdad importa.
He aprendido que escuchar su voz no es un aprendizaje como el abecedario, una vez que lo entiendes se graba en tu memoria, es un ejercicio constante y diario, una decisión intencional de encontrar una conexión con el creador, una decisión que nos toma cada día, que nos entrena constantemente.
Cuando pienso en cuanto tiempo le dedicamos a nuestra mente, nuestra estabilidad emocional, nuestro cuerpo, me doy cuenta que a veces no entendemos que nos falta dedicarle tiempo a nuestros oídos espirituales y todo lo que se alimenta de ellos. Pensamos que se fortalecen por el simple hecho de llamarnos creyentes y olvidamos que como todas las cosas buenas, aprender a oírle con claridad toma tiempo y esfuerzo, pero vale la pena.
Así que desde que el mundo se encerró para sobrevivir y prefirió pensar que pronto este tiempo pasaría y este año lo olvidaríamos, yo aprendí que este tiempo era la mejor oportunidad para vivir mi Tíbet y buscar la paz que en esos monasterios quería encontrar.
Mientras el mundo gritaba por salir y escuchar algo más que el silencio de sus cuatro paredes, yo aprendí a oírle en medio de un encierro del cual nadie podía escapar pero que para mí se convirtió en una de las más grandes oportunidades de mi vida para sentirme a gusto en la prisión que nadie quería vivir.