No importa cuándo leas esto, mañana se acaba el mundo.
Quizá no se acabe el planeta ni el sistema solar, pero mañana alguien no va a despertar, y para su familia se habrá acabado el mundo. Por unas horas, días o meses, no tendrán mucho sentido los amaneceres, porque frente a una habitación vacía, no hay sol que ilumine.
Mañana alguien recibirá una llamada. Le dirán que valoran lo que ha hecho durante estos años, que ha sido un empleado ejemplar y que está despedido. En el trayecto de algunas cuadras pensará en qué hizo mal, qué pudo hacer mejor, si quizá es por dominar las herramientas de la caja y no las aplicaciones de su celular. Para ese trabajador, mañana se acaba el mundo.
Una empresaria, con lágrimas en los ojos cerrará su negocio, no porque quiera, sino porque no le alcanza. Y el trabajo de algunos meses o muchos años ya no se verá, porque esas historias no son likeables. Llegará a casa preocupada y pensará que al poner el candado en la puerta de su local, se acabó el mundo.
Mañana se acaba el mundo para mí también. Mañana caminaré y en algún momento la preocupación será mayor que la esperanza, el cansancio superará el entusiasmo y la frustración cobijará la lista de pendientes. ¿Y entonces?
Entonces recordamos que Jesús nos habló del cielo nuevo y la tierra nueva. Un lugar donde ya no hay dolor, donde el gozo en medio de la incertidumbre nos lleva a soñar despiertos. Ya no habrán noticias que me desgarren el corazón, ya no más noticieros donde las personas solo son un porcentaje en las estadísticas. En ese cielo nuevo y tierra nueva, de verdad todo será nuevo.
Y para que Jesús traiga su cielo nuevo y tierra nueva a mi vida, mi mundo debe acabar. Y si es así, bienvenido sea.
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