Cuesta darse cuenta cuántas veces nos seguimos levantamos con el pie equivocado, cuánto nos equivocamos, y cuantas veces permitimos por el miedo que la sociedad continúe sus prácticas.
Como sociedad aun permitimos y somos parte de aquella violencia que debería haberse erradicado hace mucho contra la mujer.
En honor a todas aquellas que ya no están, que estando siguen sufriendo de los efectos de la violencia contra la mujer, aquellas familias rotas, niños y niñas que han derramado lágrimas a causa de quienes lastiman a sus madres y hermanas. Hoy escribo un poquito de lo que pienso, recordando lo que Él nos ha enseñado y muchas veces olvidamos.
Hablamos de equidad e igualdad de derechos, protección y oportunidades, mantenemos discursos fuera de la Iglesia pretendiendo demostrar que avanzamos en una sociedad que aunque busca proteger derechos los sigue violentando y que muchas veces de manera borrosa protege al agresor y minimiza a la víctima.
Más allá de nuestra responsabilidad como seres humanos de cuidar a otros, quienes hemos decidido seguir a Cristo, deberíamos aprender a mantener un discurso congruente fuera y dentro de la Iglesia. Sabiendo que Jesús en su caminar por la tierra vino a levantar a la mujer, a darle el lugar que se merecía, a detener la violencia y los castigos que contra ella se imponían… aun así y en pleno siglo XXI, dentro de casa y de nuestras Iglesias, enmascaramos el maltrato y el machismo y le damos otros nombres, pretendiendo llamarlas sumisas, escudándonos en un término usado por la Biblia que poco tiene que ver con lo que aún se practica por los creyentes.
Aun cuando hablamos libremente en espacios sociales sobre los avances políticos y sociales de la mujer, de los puestos y cargos que ahora tiene la “oportunidad” de ocupar, intentando empoderar a nuestras hijas y hermanas en la vida estudiantil y laboral, cuando muchos llegan a casa o cruzan los marcos de su Iglesia, olvidan todo lo que saben y apoyan la falta de inclusión de las mujeres en cargos de autoridad y de guía, el reconocimiento de sus capacidades (quienes muchas veces únicamente se mantienen como miembros destinados al servicio), reforzamos conductas que restringen libertades en el hogar y en las relaciones interpersonales.
¿Cuándo nos cansaremos de seguir apoyando al agresor escudándonos en la religión?
Quienes pertenecemos a Cristo deberíamos ser los primeros en detener la violencia, la agresión en nuestras Iglesias, el maltrato en los matrimonios, la discriminación basada en el género… deberíamos cambiar mucho antes de pretender enseñar a otros como vivir una vida apegada a un Evangelio que nosotros tergiversamos. Aprendamos a darle el lugar y la protección que Dios le daría a la mujer, dejemos de lado las costumbres religiosas que lastiman y violentan derechos, seamos parte de aquellos que luchan por seguir los verdaderos pasos de Cristo. Cambiemos los patrones sociales y religiosos que nos convierten en cómplices y agresores.