Desde hace ocho años que intermitentemente (con días mejores y otros peores) he vivido, dormido y me he movido con dolor, a veces es muy intenso y casi imposible de sobrellevar y en otras ocasiones es llevadero y lo puedo ignorar a medida que pasa el día.
DOLOR. Una palabra que pocas veces se pronuncia con agrado o gratitud, una palabra que procuramos nunca tener entre nuestros labios y un evento que sin duda, cualquiera sea la causa de la que provenga, anhelamos poder evitar o esperamos al menos no tener que vivirlo (y si nos toca vivirlo que sea lo menos intenso posible).
Tristemente, pocos entienden que el dolor, aunque indeseado, incómodo y poco placentero, es generador de grandes progresos, de cambios impresionantes, de cenizas que se convierten en Fénix, de oportunidades para transformarnos en seres humanos dignos de caminar esta tierra.
Cuando mi vida se volvió puro dolor, cuando perdí todo lo que creía tener, cuando ya no podía caminar, cuando el dolor era tan intenso que mi cerebro decidía apagar mi cuerpo para sobrevivir, entendí que no porque intentaba huir de la bola de nieve que me perseguía las cosas iban a cambiar. Tenía que enfrentar la avalancha que se avecinaba, tenía que permitirme sentir todo lo que se abalanzaba hacia mí y que buscaba ahogarme. Tenía que sentirlo y vivirlo para llegar al otro lado, a la orilla donde el mar tenía calma, donde la persona que se levantaba de un escenario imposible de enfrentar renacería siendo y sintiéndose diferente.
Cuando pienso en el dolor recuerdo a Jesús en el Huerto de Getsemaní, puedo imaginarme que en el comienzo de sus horas más oscuras, Él siendo Dios hecho carne estaba angustiado y aterrado de lo que sentía y de lo que sabía se aproximaba. Él también quería que esta copa pasara, que no tuviera que vivirla ni sentirla. Él al igual que tú y yo le pidió a su Padre que si era posible le evitara atravesar ese valle de dolor.
Estoy segura que todos hemos tenido momentos en los que rogamos no tener que seguir sentados en dolor (emocional o físico). Sin duda yo he clamado cuando mi cuerpo y mi corazón ya no aguantan más para que ese momento pase, para que el dolor se detenga. He pensado que mi cuerpo ya no puede aguantar más, que preferiría estar muerta, y sin embargo, siempre, siempre logro salir a flote, siempre siento su mano sosteniendo la mía.
Con el tiempo aprendí que puedo ser más fuerte de lo que imagino, que Dios no me ha dejado sola en ningún momento (incluso cuando siento que no responde, Él está ahí), que este dolor también pasará.
En este tiempo, en los que muchos estarán pasando dolor en medio de situaciones difíciles, en los que a veces solo queremos escondernos del dolor, no dejes que el miedo a enfrentar el dolor te paralice, no postergues lo inevitable. Recuerda, no estás solo.
El dolor es un camino que merece vivirse y sentirse, siempre con la finalidad de aprender y crecer. Cuando el dolor pase y el aprendizaje se alcance, créeme que los momentos felices y de paz serán más dulces y podrás disfrutar con plena calma de haber soltado cargas innecesarias, de saberte más fuerte que tus circunstancias, de sentir el consuelo y apoyo que solo viene del Padre. Aprende a levantarte a pesar del dolor, no dejes que la vida te pase mientras te lamentas de tus circunstancias. Vive a pesar del dolor.