Una de la mañana, confundido, un poco preocupado. Mi esposa duerme hace algunas horas, yo llevo las mismas horas dando vueltas y me canso de pensar. Me levanto, busco mi taza de café y me siento con Dios en el sillón.
Le cuento un par de pensamientos que me tienen inquieto. Hago una pausa, abro el libro que estoy leyendo y un par de páginas más adelante me encuentro con un par de preguntas que me hacen cerrarlo, volver a la oscuridad de la sala y preguntar ¿Dios, qué quieres hacer tú?
Llevo varias semanas preguntándole qué debo hacer, esperando instrucciones. Siempre es más fácil para mi recibir instrucciones, así doy un paso o retrocedo en función de lo que se requiera, pero esta pregunta era totalmente distinta.
En lugar de ponerme a mí en el centro, le pone a Dios. No se trata del Jimmy en su trono desde el que dirige todo, sino de entregarle nuevamente ese lugar a Dios y hacerme a un lado, dejando que él dirija.
Le pregunté eso después de sorprenderme cómo pasé por alto algo tan obvio. Respiré, arrimé la cabeza y decidí que desde ayer mi pregunta sería diferente. No es qué debo hacer yo en esta ocasión, es saber qué quiere hacer Dios en este tiempo y en mi vida.
Me fui a dormir con cierta tranquilidad, pero sobretodo con esa esperanza que da una conversación con Dios en el sillón.