Lo diré de manera sencilla: Muchos nos apresuramos a ser jueces sin siquiera contemplar que un día estaremos en el banquillo de los acusados.
Muchos se respaldan en la Biblia, en el juicio final o en sus argumentos para juzgar las acciones de otros. Como paladines del texto sagrado, de las costumbres y tradiciones, de las herencias incuestionables, atacan a quien no vive según sus mandamientos y se aplauden entre los que sí son perfectos como ellos.
Debo reconocerlo, he sido juez y sigo siéndolo algunas veces.
Por eso el título no es sobre otros, sino sobre un peligro que corremos todos: el de ser jueces. Tengo amigos que se burlaron y criticaron fuertemente a quienes eran divorciados, les caían con todo el peso de la ley, ¿y ahora? ellos están en el mismo proceso de separación. Nunca se imaginaron que del estrado pasarían a la silla de los acusados.
Pero me pregunto, ¿quién acusa? Acusa el que cree que es inocente, intachable, el que ha preparado sus argumentos para señalar al otro como culpable. Acusamos cuando pensamos que somos mejores, que estamos más arriba, que nuestra medida es mejor que la de otros, que otros hacen mal siendo nosotros tan buenos.
No digo que todos callemos y seamos alcahuetes de los errores ajenos, sino que tengamos cuidado cuando emitamos un juicio. Hay una delgada línea entre mencionar lo correcto e incorrecto y convertirnos en los dueños de toda verdad que la imparten y emiten un dictamen según nuestro criterio.
Juzgar es la mayor tentación de los que se creen buenos.
— Alex Sampedro (@AlexSampedro) 11 de octubre de 2018
Entonces Jesús se enderezó y le dijo: «Y, mujer, ¿dónde están todos? ¿Ya nadie te condena?» Ella dijo: «Nadie, Señor.» Entonces Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y no peques más.»
Juan 8:10