Confundimos fácilmente la confianza con la vagancia, pensando que, si no tengo trabajo, no debo moverme porque Dios me conseguirá lo que quiero. La confianza que debemos desarrollar en Dios va más allá de la comodidad y la pasividad, nos desafía a caminar.
«Para qué voy a orar, si Dios no me escucha», «para qué imprimir mi hoja de vida, si no hay trabajo en el país», «para qué voy a perdonar, si me van a fallar de nuevo», «para qué intentarlo». No hay lugar en un mismo corazón para el temor y la confianza.
Confiar es una decisión, soltando el miedo que estorba (Puedes leer Enero 2: Antes de avanzar, suelta lo que estorba) y poniendo en manos de Dios lo que harás o lo que estás haciendo.
Ahora, te recomiendo que borres ese pensamiento de «¡como soy un hijo de Dios todo me saldrá bien!». ¡La confianza en Dios no es un amuleto! Si te va bien o te va mal, no depende de cuánto frotaste la lámpara mágica. Confiar en Dios significa descansar en él en toda circunstancia. Como dije en la reflexión de Enero 4, soltar lo que no debemos retener también requiere confianza en Dios, y para dejar ir, también hay que dar un paso.
Confianza en Dios es descansar en él, pero también es dar pasos aunque al frente no veamos el camino.
Recuerdas cuando ibas a saltar de un lugar que parecía alto, pero te daba miedo, y desde abajo te decían: tranquilo, salta, yo te sostengo, y tú decías, ¿pero seguro no me vas a dejar caer?.
Ese es el momento de duda, que es frecuente cuando haremos algo que va más allá de nuestra capacidad, pero el momento en el que das el paso y saltas, eso es confianza. Dios no te hará flotar, tú debes saltar, él está esperando que te atrevas a confiar en que estará contigo.
¿Qué paso necesitas dar hoy, dejando el temor atrás, confiando en que Dios está contigo?
Pero yo, cuando tengo miedo, confío en ti.
Salmo 56:3 (RVC)